Putrículas V: Kong, la Isla Calavera

  Para ser claro desde un principio; Kong, La isla Calavera, es, punto por punto, un buen representante del cine de acción-aventuras que se viene produciendo actualmente: toma una ambientación atractiva, desempolva una vieja historia de serie B, incluye en su reparto a un buen número de buenos actores de soporte para arropar a un par de estrellas en alza y dilapida todo ese potencial porque está enfocada a un público hiperactivo. En sus casi dos horas de duración no hay un solo momento de respiro: se nos presentan cantidades ingentes de personajes que nunca se llegan a desarrollar, se esboza un entorno evocador cada cuarto de hora que se termina difuminando en el siguiente y, especialmente, se interrumpe la progresión argumental en una metástasis de escenas de acción que se sienten completamente ajenas al propio medio fílmico.



  Kong es, no me malinterpreten, un gran ejercicio de esta forma de ver el cine, donde los personajes han pasado a ocupar un lugar secundario. Lugar que han de compartir con unos guiones que se preocupan más por esbozar historias sugerentes que en desarrollarlas y que se articulan como una reacción en cadena encaminada a volarnos el caletre. El escoger un género ya es cosa del pasado. ¿Para qué?, si pueden disfrutarlos todos juntos de una manera que dejaría a Griffith seco en el acto. Déjense llevar y, cuando finalmente se acabe el subidón, no dejen de asentir con reverencia ante la procesión de los nombres de los artíficies de tan complejo ejercicio dramático ni dejen tampoco de preguntarse por qué la miríada de técnicos hindúes que los suceden recibe un sueldo tan poco acorde con su aportación protagónica.

  Otro punto en que demuestra ser un alumno aventajado es aprovechando el talento de los actores de carácter que logra atraerse al son del monedero. Piensen sino en John C. Reillly y en lo jugoso de un personaje que es derribado en una isla poblada por monstruos en medio de la Segunda Guerra Mundial, que permanece olvidado del mundo por veinticinco años y en como logran convertirlo en un bufón que emite aleatoriamente frases desconcertantes. ¿Creen acaso qué es fácil? Hay que ser muy hábil para conectar con ese gusto tan de ahora, y para que negarlo de siempre, de reírse del tonto sin que el espectador se incomode. Debe de ser de gran alivio, en este mundo competitivo en que vivimos, sentirse algo menos desafortunado contemplando como la desgracia se ceba con más ahínco en los demás. Y cuanto más tonto es uno, más gracioso le parece el verse reflejado en el otro. Me produce especial hilaridad el ver como estos alivios cómicos van acrecentando su estulticia con los años.

 
   Y hablando de tontos; nada me produce mayor placer que coger al vuelo una referncia de perogrullo cuando me la arrojan a la cara. Ese sentir como se enciende la bombilla al identificar algo que me suena remotamente es enormemente gratificante y además ahorra mucho tiempo: para qué desperdiciar lo escaso de nuestra existencia en conocer si con que te suene algo ya puedes gozar del clímax sin fin del reconocimiento. Y es que Kong me ha traído a la mente un buen puñado de películas mejores, y además ha tenido el buen gusto de no recrearse en la referencia para que el deleite no se vea afectado por la sospecha del plagio.

  Pero no quiero terminar esta crítica sin elogiar lo rupturista del apartado musical: aquí no solo emplea la mísma banda sonora universal: no, en su primera mitad tira, uno tras otro, de todos los temas que uno se esperaría en una película de Vietnam. Deténganse un momento a pensar en lo radical de la propuesta: hasta ahora se había decidido tácitamente optar por una banda sonora original o por una sucesión de canciones pop, nunca las dos cosas juntas. Kong nos demuestra que las normas están para ser rotas y que no hace falta la melomanía desmesurada de un Tarantino, que Spotify es tan buen consejero musical como el que más.

  Al final ya ven que no hablo mucho de Kong, de los aspectos concretos de tanto elogio; pero han de perdonarme el que me centre más en el género que en su ilustre representante, no podría ser de otro modo con una película tan genérica, de tan poca enjundia que no dudo la habré olvidado por completo la próxima vez que me dirija al cine para ver otra tal. O incluso puede que le suceda la peor de las suertes de una obra: el que el público la confunda con otra en el lodazal de la memoria.